miércoles, 9 de septiembre de 2009

Profecías


Autor: Andrés Gerrard

Todas las noches suelo levantarme para ir al cuarto oscuro. La habitación es el lugar donde descansan las cosas viejas y en desuso. También ahí pasó sus últimos días el abuelo. Mi padre, el único hijo que tuvo en sus dos matrimonios, lo trajo a casa después que enviudara por segunda vez. Lamentablemente papá murió antes que el viejo, heredándome sus bienes y las responsabilidades contraídas en vida, y en ella, por cierto que incluía al abuelo. Por esa misma fecha también me casé. Una reunión sencilla sirvió como marco para mi enlace. Sólo estuvieron los padres de mi mujer, unos amigos y por supuesto el anciano, que en ese entonces demostraba una simpatía contagiosa.

De mi padre también heredé un antiguo espejo. En el día de su muerte lo hizo traer desde el sótano. Me indicó que lo cuidara, que no me dejara influenciar por su aspecto añoso; que tenía una gran historia, pues procedía del medio oriente, específicamente de Irak, donde en tiempos lejanos estuvieron emplazados los míticos palacios que dieron vida A las Mil y una Noche. Curioso, le inquirí sobre su valor adquisitivo. Pero él sólo se remitió a mirarme fijamente a los ojos. Cuando creía que su respuesta eran frases huecas, invisibles, me dijo: “el tiempo es una parodia”. Intrigado pregunté a qué se refería, pero nuevamente apareció ese lenguaje mudo envolviendo sus palabras. Volvió su mirada hacia el carcomido cristal. Al tocar su hombro y repetir la pregunta, él se dio vuelta y me dijo: “¿no ves?, ahí está tu madre”, y en seguida posó otra vez sus ojos en el espejo. Miré con detenimiento el espejo; no obstante, sólo observé el reflejo de nuestros rostros. Intuí que la hora de su muerte estaba cerca, pues siguió hablando incoherencias. En esos minutos llegué a pensar que la muerte está tan ligada a la lucidez y a la enajenación, que muchas veces llegan a confundirse. Mi padre siguió mirándose y elucubrando por una hora más, hasta que lentamente la vida comenzó a abandonar su cuerpo. Apenas dejó de respirar, ordené que quitaran el espejo de mi vista.

Conviví con el abuelo en condiciones normales por poco más de dos años. Después todo empezó a cambiar. En más de una ocasión tuve que convencer a mi esposa para que no abandonara la casa. Raquel ya no soportaba al abuelo y, sinceramente, yo tampoco. Pero más que incomodarnos su atención personal, el anciano nos fastidiaba con sus profecías. Sí, unas escalofriantes y certeras profecías. Todo se inició la noche que nos despertó con sus gritos. Sus eufóricas palabras se referían a un descubrimiento o algo por el estilo. Lógicamente, no le prestamos atención, volvimos a nuestra alcoba como si nada hubiese sucedido. Al amanecer me llamó a su habitación y con un inusitado brillo en los ojos, manifestó que el perro había huido y que volvería dos semanas después con una oreja herida. Me burlé de su comentario. Al no dar con el paradero del animal, traté de pensar que era una mera casualidad. Todo cambió cuando el perro llegó en la fecha indicada por el viejo: sucio y enjuto, y lo más sorprendente, con un pedazo de oreja menos. De ahí en adelante el abuelo nos empezó a sorprender. Muchas veces, con ese característico brillo en los ojos, nos decía qué iba a ocurrir el día venidero, y lo peor era que el anciano jamás erraba. Nadie sabía cómo lo lograba. Sus pronósticos ya no nos hacían gracia, sobre todo si ellos se referían a presuntas fatalidades.

El día que rebalsó el vaso fue cuando el abuelo predijo que mi esposa caería por la escalera y que perdería el hijo que llevaba en su interior. Durante una semana no dejé de burlarme de esa absurda profecía, pero las bromas, que aún mantenía reservadas para seguir con mi juego, se me atragantaron y casi me hicieron perder el aliento cuando divisé a mi esposa palpándose el vientre frente al espejo de la alcoba. Al verme parado en el umbral de la puerta, me sonrió y dijo: “Felicidades, vas a ser papá”.

Extremamos todos los cuidados posibles para evitar la futura desgracia. Contraté una enfermera con dedicación exclusiva a mi mujer. Raquel evitaba bajar innecesariamente de su habitación. Y cuando lo hacía por fuerza mayor, la auxiliábamos sujetándola de los brazos. Para nuestro infortunio, no fue la escalera de la casa la que arrebató a mi hijo, sino la del propio hospital, cuando Raquel volvía de hacerse un examen de rutina. Después de ese fatal acontecimiento, decidimos deshacernos del abuelo. Sus profecías nos estaban provocando un daño irreparable. Entendía que sólo eran eso, simples profecías, mas daba la impresión de que fueran dardos envenenados.

A pesar de la sugerencia de Raquel, desestimé mandarlo a un manicomio o una casa de reposo. Tenía muy presente el juramento hecho a mi padre y que por nada del mundo deseaba romper; el cual indicaba que el anciano permanecería en la casa hasta que su alma abandonara su cuerpo. No obstante, el juramento no estipulaba que no lo pudiese dejar encerrado.

Una tarde, cuando el viejo dormía bajo el efecto de unos somníferos, le puse llave a su cuarto. Al darse cuenta de su reclusión, el abuelo se puso a gritar como un loco. Sollozando me rogaba que lo dejara salir. Mil promesas y otras tantas maldiciones brotaron de su desdentada boca. El cielo y el infierno se alternaban en sus palabras, creando terribles e intocables universos de oraciones que empapelarían las páginas de la Biblia.

Día tras día el viejo se fue resignando a su permanente encierro. Entendía que esa sería su cárcel por el resto de sus días. Y a pesar de su situación, seguía llenando mi cabeza con aterradoras revelaciones. Julia, la empleada más antigua de la casa, se hizo cargo de él. Por todo el tiempo que el anciano estuvo en el cuarto, la mujer entraba llevando alimentos y salía portando las heces; y en más de una vez, también salió portando sus sueños frustrados.

Mantuve la costumbre de visitarlo por unos meses. En principio iba todos los días, luego día por medio y finalmente una vez a la semana. Y no es que justifique mi ascendente alejamiento, pero las palabras pronunciadas, tan cargadas de futuro, me provocaban un pavor indescriptible. Y ese pavor también se extendió a mi vida cotidiana. No deseaba saber nada de los designios del destino. Antes de leer el periódico arrancaba la página del horóscopo, y si una atractiva y sonriente mujer aparecía anunciando el tiempo en TV, inmediatamente apagaba el televisor.

Lo último que escuché de sus labios fue acerca de un accidente que sufriría. Como debía esperar, su desafortunado comentario hizo mella en mí. Sentía cómo los cuchillos me miraban con la intención de provocarme daño. Temía acercarme a las ventanas; podía asegurar que detrás de ellas sólo existían monstruosos riscos esperando mi caída. No obstante, la profecía igual se cumplió. Un desperfecto mecánico, que jamás debía producirse en un automóvil nuevo, provocó mi anunciado accidente. Estuve diez días hospitalizado. Al llegar a casa desistí visitar al abuelo. Era tanta mi repulsión que ideaba cualquier excusa para evitar pasar frente a su habitación.

Transcurrido ocho meses de su perpetuo encierro, el anciano seguía tratando de comunicarse conmigo; debía intuir que ya no lo visitaría más. Utilizaba cualquier medio para tratar de hacerlo, desde recados con Julia hasta fuertes golpes en las paredes. La última vez que lo hizo utilizó trozos de papel que deslizaba por debajo de la puerta. Sin leer sus extraños garabatos, los eché directamente al fuego. Pero aún así, sus palabras lucharon con las llamas para gritarme sus atormentadoras profecías. No las quise oír, corrí por la casa hasta salir al jardín y refugiarme en un rincón del invernadero.

Entré a la habitación del abuelo al enterarme que agonizaba. Había transcurrido trece meses de su reclusión. Trece meses de golpes nocturnos, gritos y de extraños temblores, que con toda seguridad, espantó a los viejos fantasmas de mis antepasados. El aspecto del cuarto era deprimente, agobiante. Parecía que siempre hubiese estado sumido en las tinieblas. Las paredes estaban tan oscuras que no era descabellado pensar que una familia de sombras dormitaba una siesta infinita.

El anciano tenía la barba tupida, desordenada. Pero a pesar de su añosa apariencia, no demostraba ningún signo de abatimiento. Aún mantenía ese brillo en los ojos. Sin temor a equivocarme, aseguraría que era el titilar de su alma. Pasados unos minutos, comencé a sentirme incómodo, era como si alguien me mirara. Cuando volteé el rostro buscando el origen de esa mirada, vi mi imagen en el viejo espejo. A esa altura ya había olvidado su existencia.

El abuelo murió la misma tarde en que entré. Nada me dijo, sólo se limitó a mirarme con sus ojos lagrimosos. No sé si en esas lágrimas había indicios de perdón o por el contrario, una ira contenida. De lo que no me cabe duda es que su sonrisa final se la entregó al espejo. Su alma me dejó como recuerdo un cuerpo viejo y tieso. Sus ojos, movidos por la inercia de la vida, se quedaron por largos minutos abiertos, hasta que lentamente los párpados fueron descendiendo y llenando de oscuridad su interior.

Nunca supe cómo el espejo llegó al cuarto del abuelo. Ni por más que se esforzara, Julia nunca me lo pudo explicar. Después de la muerte del anciano, y coincidiendo con lo reducido que estaba quedando el sótano, empezamos a ocupar la habitación para dejar las cosas sobrantes y viejas, y entre ellos estaba el espejo.

Una esperada paz se apoderó de la casa. Con Raquel seguíamos intentando tener un hijo, mas nada sucedía. Una noche, a un año de la normalidad, fui asaltado por la imperiosa necesidad del levantarme. Primero me dirigí a la cocina. Después de saciar el hambre, aún sentía esa extraña inquietud de permanecer en pie. Recorrí la biblioteca ojeando uno que otro libro, pero presentía que tampoco era lo que buscaba. Esa noche me acosté sabiendo que había dejado una tarea inconclusa. La siguiente noche sucedió lo mismo, desperté con la necesidad de buscar algo. Hice el mismo recorrido de la noche anterior; sin embargo, de vuelta a la alcoba, me detuve frente a la puerta de la habitación donde estuvo recluido el abuelo. Sin pensarlo, entré, encendí la luz y miré con detención el frío y sobrecogedor espectáculo. El cuarto se había convertido en el habitáculo de la escoria de mi hogar; se encontraba allí todo lo que se había ganado el calificativo de inservible, no existía nada que no estuviera cubierto de polvo y telarañas. De improviso, me sentí impulsado por una fuerza ajena a mover los sucios muebles. Sólo descansé cuando mis manos se toparon con el antiguo espejo. Al ver mi rostro en ese carcomido cristal me invadió una alegría inusitada, como si muy dentro de mi ser esperara ese reencuentro. Dejé el espejo apoyado en una mesa y comencé a contemplarme. Sólo al aparecer los primeros rayos del sol me di cuenta que había pasado la noche en el cuarto. Las noches posteriores hice lo mismo. Fue una rutina que jamás tomaba descanso. Mi mujer nunca se enteró de mi extraña costumbre. Sólo el minutero del reloj se erguía para espiarme.

Aún trato de acordarme de la primera revelación del espejo, pero es en vano, el tiempo usó su goma de borrar en mi memoria de grafito. Sólo recuerdo que estaba sentado en una desvencijada silla, observando atento el reflejo de mi rostro. La habitación se encontraba a oscura, la bombilla se había quemado al accionar el interruptor. Las imágenes me impresionaron tanto que salí corriendo. Por más de una semana rehusé volver allí. Para mi pesar, el reloj biológico no hacía caso a mi pavor: seguía insistiendo en sus campanillas cerebrales. No comenté nada a Raquel, estoy seguro que me habría tomado por un loco. Al décimo día tuve valor de regresar al cuarto. Lo primero que hice fue reponer la ampolleta. No obstante con luz nada sucedía, así que la apagué. Las imágenes volvieron a aparecer dentro del espejo, nuevamente tuve la intención de huir. Sacando fuerzas de mi interior, logré permanecer quieto. En un primer instante mantuve mis ojos cerrados, hasta que poco a poco los fui abriendo. Sin poder hacer nada por evitarlo, las imágenes de un mundo herético fueron capturadas por las retinas y proyectadas en mi confuso cerebro. Era un mundo pletórico de extrañezas, donde lo inefable abundaba y las lógicas estaban desacreditadas. Por todo lo visto podría decir que era un lugar plagado de anticarne. Los gusanos sólo existían dentro de su profana palabra y los buitres se arrastraban por el suelo como si fueran sombras dañadas.

Con los días me fui acostumbrando a las imágenes que me presentaba el espejo. Mis ojos ya no se habrían desmesuradamente cuando observaba el deambular del ayer y del mañana en esa ominosa ventana al tiempo. Innumerables episodios del pasado y del futuro se me revelaron. Tras continuas visitas llegué a deducir que el tiempo no existía. Por fin comprendía al abuelo y sus acertadas profecías, como asimismo a mi padre cuando decía que el tiempo es una parodia.

Observando el espejo comprendí que la muerte no es el punto final de la vida. Después de abandonar el cuerpo material, las almas pasean y platican con aquellas que están por reencarnar en los diversos organismos del Cosmos. Un día observé al abuelo conversando con un niño, quien decía ser mi futuro hijo. Hablaban de mí como si fuera un simple objeto que tarde o temprano pasaría de moda. El abuelo le exhortaba a que evitara encerrarme en el cuarto oscuro, cuando la emoción aflorara en mis ojos viejos y las frases se me tornaran proféticas. El anciano terminaba diciendo en tono de reflexión: “Las profecías son sólo eso, profecías. Sólo leen lo que el destino escribe”. Mi hijo nada contestó, sólo esbozó una sonrisa maliciosa y cínica.

Fue esa imagen, y el sorpresivo embarazo de Raquel, la que cortó el noviazgo con el espejo. Ahora yace en el lugar más alejado del sótano, envuelto en un grueso manto negro. El reloj biológico sigue despertándome a las cuatro de la madrugada, y sin falta me dirijo al cuarto oscuro. Después de prender las velas dejo que mis rodillas toquen el suelo y, como sucede desde hace dos meses, me viene la misma incógnita: si rezar por la memoria del abuelo y pedirle perdón o al corazón de mi futuro hijo e implorarle clemencia.

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