jueves, 14 de abril de 2011

UNA HISTORIA Y UN SUEÑO




Por: Carmelita

En la oscuridad del espacio y el tiempo, abrigado por la madre tierra y un salado mar, un día vi la luz.

¡Maravilla de las maravillas! Ver de nuevo la luz que iluminó mi bosque en tiempos prehistóricos…

Me acogieron con amor, estudiaron mi estructura, me midieron y pesaron.

Me probaron, alegaron y un hombre gordo y sudoroso dictaminó: -¡Sirve!

Otros dijeron: sí, pero...

... Y ese fue el Pero de mis tragedias

El “Pero Si sirve” y el “Pero No es bueno”, resonaron durante un siglo a mí alrededor.

El Pero Sí, encontró algo bueno en mí y ganó. Y ganó todo Chile.

Durante muuuuchos años me fueron sacando las palas sudorosas de los hombres, agregando riquezas a mi tierra...

El Pero No, esperaba paciente en el fondo del olvido. Hasta que un día la economía, con un rotundo decreto dijo NO, y el Pero No ganó la partida.

Entonces, el “Pero No” fue el que triunfó enviándome de nuevo a la oscuridad que me ocultó, envolviéndome en el olvido. ¿A dormir el sueño eterno?

¡No!

Tengo una misión. Soy un átomo en el cosmos. Sin mi, el universo sería otra cosa. No habría vida, porque mis partículas están en todos los seres vivos y en las piedras.

No es mi nombre lo que vale, el que adorna carteles y consignas sino lo que soy, lo que fui y lo que seré. Sé que será así. No sé cómo, ni porqué, ni tampoco para qué.

Algún humano, con su ingenio encontrará la manera de manejar mi estructura para la continuidad de la vida en el planeta. Y la ciencia, descubrirá otros secretos de mi estructura que la economía con sus ansias de Poder aprovechará en su beneficio.

Entonces no habrá seres humanos consumiendo sus vidas en extraerme, sino serán máquinas manejadas por inteligentes…

Es mi anhelo, dentro de la oscuridad.

Me contaron las olas que cubren mi soñar, que carbones extranjeros arden vomitando

polución a la atmósfera terrestre, enfermando y matando la vida.

No es la idea que imagino para mi destino.


LA LOCA ELIANA


Por: TERNASCO

Hace algunos años atrás, por las calles polvorientas de este pueblo carbonífero, deambulaba una hermosa muchacha de pelo negro de intensos ojos verdes que, al mirarlos, te sumías en las profundidades del mar.

¿Quién era ella?

Era la hija de un antiguo minero de La Colonia que había trabajado por muchos años en las galerías de los Chiflones de Schwager, por las cuales desaparecía, amaneciendo parado sobre un cable sinfín apoyado por un bastón.

Todos la conocimos como “La loca Eliana”. Pedía limosa y comía todos los desperdicios que eran desechados por los restoranes.

Más de alguna vieja copuchenta comentó en los lavadores comunes de Schwager que la “La Eliana” se había vuelto loca por haberse bañado con agua helada en el período menstrual, lo que, quizá fue efectivo o no.

En los atardeceres, cuando el sol ya besaba las aguas del mar en el horizonte, la Eliana regresaba a Schwager a dormir en el interior de los hornos comunitarios, donde las mujeres de los mineros horneaban el pan.

Todos los días de su existencia, la Eliana salía del horno que la había cobijado en la noche, al calor de las cenizas. Entonces sus ojos eran adornados con ribetes de la tintura del humo que teñía el interior de los hornos.

Era muy respetada y querida por la comunidad coronelina, por lo que hasta los malandrines la cuidaban.

En cierta oportunidad, la Eliana se fue a dormir, como todas las tardes. Al amanecer, la primera mujer que encendió el horno no revisó el interior, colocó la leña, prendiéndola y luego tapó el horno para que se calentara, sin percatarse que la Eliana estaba en su interior.

Así falleció, intoxicada la “Loca Eliana”.

Al momento de abrir el horno para colocar el pan, con gran espanto, las mujeres se encontraron con el cuerpo calcinado de la muchacha.

Hasta el día de hoy, los viejos habitantes de Schwager, en los atardeceres, ven recorrer la figura entrando a los hornos que aún quedan donde las dueñas de casa aún continúan con la eterna tradición de confeccionar el pan minero.


viernes, 8 de abril de 2011

Minero del Mar





Por Austral del Mar

Era la última escala de la producción carbonífera. El chinchorrero ejercía la más humilde, frágil, esforzada y deshumanizada tarea que estaba reservada a los desposeídos de todo. Eran los hijos del hambre, de la miseria cotidiana, donde huérfanos y abandonados de los regalos de la vida, expiaban los pecados sociales de la comunidad minera. Parte del paisaje en esta tierra de contrastes, cuando no se tenía nada como no fuese un estómago vacío, haciendo líneas junto a la costa ahí estaba el chinchorrero, quién por largas horas le peleaba al mar y sus mareas, los cascajos negros, que uno a uno hacían aumentar magros montones oscuros en las playas.

Recogían el carbón liberado de las toscas, esas rocas desechadas por la producción industrial que desde su apilamiento iban a dar al mar. Allí, la acción incesante de las mareas soltaban esas pequeñas piedras, que por gravedad y consistencia tendían a acercarse a las orillas de las playas donde se embancaban. Las más de las veces, los vientos reinantes cambiaban de lugar los veneros y con ello aumentaba el esfuerzo de los chinchorreros que debían alargar horas de trabajo para obtener un día provechoso.

Ese día, el “Iván” llegó tarde al trabajo. Llovía lentamente sobre la playa y los montículos negros apilados de tanto en trecho sobre la línea de la marea. El “Iván” se desvistió rápidamente luego de desmontarse un grueso saco de yute, que le servía de impermeable. Guardó sus zapatos y ropas envueltos en el saco y con un trozo de plástico armó un atado que medio enterró en la arena, agregó unas matas de huiros mojados encima y se adentró al mar.

A torso desnudo, sin más ropaje que un viejo pantalón corto, sentía las agujas de los gruesos goterones helados que caían del cielo. Con el agua sobre sus rodillas comenzó a pisar los cascajos de carbón bajo las plantas de sus pies que junto a los huidizos “chanchitos” de mar, le cosquilleaban los dedos. Unos metros más allá, el “Pelluco”, sacaba su chinguillo con unos buenos pedazos de carbón.

- Ta´ güena la regüelta, socio- le dijo, mientras se iba a la playa con la cosecha- otra igual y me voy.

Más lejos, otros también empezaban a terminar sus faenas y encendían pequeñas hogueras con palos, “huiros” secos y carboncillo que hacían humear acremente la playa.

El “Iván” hundió su “chichorro” a probar suerte con el juego de las olas. La resaca le ayudaba en el arrastre mar afuera del carbón y de a poco, sin gran esfuerzo, los pedazos de todo lo que se movía se fueron depositando en el fondo del artefacto. Al rato, completó la primera carga. No pesaba mucho. Estaba bueno el carboncillo, pensó. Empujado por las olas salió a la playa abierta. La lluvia continuaba destilando cansadamente desde el cielo. El “Pelluco” se acomodaba entre dos pequeñas fogatas tratando de entrar en calor con enérgicos movimientos y desprendiendo la negra arena adherida a sus piernas. Ya tenía armada su “perra” y se iría luego.

- Me dejai el fuego- gritó el “Iván” con fuerza.

- Ni un problema socio- respondió el “Pelluco”.

Se acercó donde estaba su amigo y empezó a formar su pila, pero antes de volver al mar recogió su atado de ropas y las puso cerca del fuego.

- Hai visto a la “Juana”- preguntó el “Pelluco”.

- No socio, parece que se puso enferma.

- Harto jodida andaba.

El “Pelluco” comenzó su rito de vestirse. En eso la lluvia espesó por un corto rato amenazando con apagar los débiles fuegos.

- No saco ná con vestirme, voy a llegar mojado igual- dijo el “Pelluco” y mirando al “Iván continuó- Tírale algo al fuego pá que no se te apague.

El “Pelluco” se puso un saco haciendo una capucha sobre la cabeza y con la ayuda del “Iván” cargó su “perra”, ropas y el chinguillo.

- Ya socio, vaya con Dios- se despidió el “Iván”.

El “Pelluco” emprendió la marcha, pero cuando ya llevaba unos buenos metros se volvió para gritar.

- ¡Socio!, ¡Apúrese que el mar va a recoger!, Chao…

No había viento, las olas se hicieron más lentas y el agua dejó de caer con fuerza. De vez en cuando unos chubascos le pegaban con un frío de Mayo a la morena espalda del “Iván”. La marea empezaba a cambiar y el “Iván” ya no sentía las piedras de carbón bajo sus pies. El “Pelluco” tenía razón, por algo era mayor que él, el mar tiraba el carboncillo hacia adentro. El carbón se ponía esquivo y el chinguillo demoraba en llenarse. El frío empezó a apoderarse de sus huesos y tuvo que entrar unos pocos metros mar adentro. De nuevo volvió a sentir las piedras bajo sus pies y comenzó a mover el “chinchorro” como mejor le permitía el subir y bajar de la marea. Más de una vez, el agua pudo botarlo, pero el “Iván” se ancló con su chinguillo ayudado por el mismo carbón que atrapaba. Con el agua hasta el pecho, ya no sentía la fría lluvia y el mar lo envolvía como si fuera un manto que lo aislaba de la tierra firme. El “Iván” sacó todas las mañas aprendidas en este duro oficio para quitarle al mar el tesoro de un día. Con lentitud, pero constantemente a cada vuelta a la playa la pila aumentaba y con algo de carbón alentaba uno de los fuegos, ya que el segundo hacía rato se había extinguido. La tarde caía y se acercaban las sombras. Ya no quedaba nadie en la desierta playa cuando consideró que su tarea estaba cumplida.

Cual cansado tritón que emerge de entre las espumas del mar, los 14 años del “Iván” caminaron los últimos metros para llegar hasta la escuálida hoguera. La lluvia había cesado y unas gaviotas hacían giros en el aire graznando saludos entre ellas. Tirado a lo largo frente al fuego, el “Iván” pensó en la resaca de la noche, el carbón que botaría y lo fácil que sería recogerlo de madrugada. Se entregó al deleite de las llamas y empezó a sacudirse la arena.

Cuando sintió que el calor volvía a todo su cuerpo, el “Iván” comenzó a vestirse. Primero quitarse los pantalones cortos humeantes por el calor de la lumbre, luego ponerse la ropa seca arrollada junto al fuego. Su contacto le confortó espalda y pecho, al ponerse los pantalones se sintió de nuevo como conectado de pies a cabeza, volvió a sentir el estómago con una sensación de vacío y hambre urgente.

Con la ayuda de la arena apagó completamente la pequeña hoguera, ya no le serviría a nadie. De uno de los bolsillos de la vieja chaqueta de paño que vestía, sacó un envoltorio y comenzó a llenarla, era la “perra”, la unidad de medida del trabajo de su día. Algunos goterones de agua caían sobre la solitaria playa y el “Iván” apuró la tarea hasta trasladar toda su pila de carbón robado al mar al interior del corto saco y lo cerró con las pitillas que colgaban de los lados. La “perra” estaba lista. Empezaba a oscurecer y el cielo encapotado de nubes casi negras no prometía otra cosa sino lluvia.

Con un fuerte envión echó el talego a sus espaldas, donde el otro saco puesto como capucha amortiguaba el peso. Estaba pesadita la “perra”, pensó el “Iván” mientras con su mano libre acomodaba el “chinchorro” sobre el saco. Y empezó a caminar a paso vivo, en dirección de la línea férrea, para ganarle al agua.

Después de unos 15 minutos de caminar sobre los durmientes llegó a la casa del Juan, pariente del “Pelluco” que con su bote hacía pesca artesanal con lienza, ponía chinguillos para la “apancora” y que cuando no había otra cosa que hacer, se iba al muelle a sacar pejerreyes y se los vendía al Aldana. No había nadie. Tampoco estaba el bote. ¿Qué habrá salido a pescar con este tiempo? Se preguntó el “Iván”. Bajó la perra y dejó el “chinchorro” y el saco de yute entre los aperos de pesca que colgaban del techo y las paredes de la modesta casa montada sobre la arena. Pensó un poco, Nada más que hacer sino salir a vender la “perra”, compraría algo para comer, volvería a la casa del Juan, dormiría y temprano se iría de nuevo a la playa.

Decidió probar su venta en La Bombilla, esa calle alargada y estrecha que quedaba cerca, donde siempre hacía falta el carboncillo para las cocinas del sector. Iría a la casa de Don Carlos, si el estaba podría darle unas miradas a esos barcos multicolores metidos en las botellas y que navegaban en mares de ilusión y fantasía. No entendía como lo hacía y le gustaría mucho como aprender a hacerlo, Don Carlos no era egoísta con él, le mostraba las maderas que usaba, las gubias afiladas, formones y tijeras. Era un bonito trabajo, que no le parecía difícil. Además Don Carlos le decía que el era un buen trabajador, casi como un niño alemán y que tenía buenos dedos para tomar las cosas y meter esos barcos en las botellas. “Eres trabajador- le decía- además uno debe trabajar en lo que le gusta, tu podrías hasta ser marino”, pero esta “pega” sin fiestas ni domingos no le dejaban oportunidad de intentarlo. De pronto se sintió como un prisionero, condenado a vivir entre la playa y el mar, arrancando a golpes del chinchorro los pedazos de esas negras piedras que la marea quisiera entregarle. Cargó de nuevo su “perra” y partió en dirección de la calle.

El cielo se había vuelto más oscuro con la llegada de la noche. El aire inmóvil, sin una brisa, traía los sonidos del fin del día. Por allá los cascos de un caballo arrastrando un carretón, más lejos un perro que iniciaba un interminable telégrafo expandiéndose por doquier en ladridos interminables. ¿Qué se dirían los perros? Por algunas ventanas iluminadas se filtraba la actividad hogareña de las casas. Por todas partes había carteles pegados a las paredes con los rostros de unos personajes para él completamente desconocidos, era la propaganda política dejada por la elección del mes anterior. Un par de bicicletas con sus faros encendidos pasaron a su lado, parecían obreros de la mina, de vuelta a sus casas. Llegó a la esquina de Bannen. Bajo la amplia puerta de la bodega se congregaban varios parroquianos con sus gorras y oscuros sombreros encasquetados hasta las orejas, había varios conocidos en amena charla. El “Iván” no estaba de ánimo de reunirse con ellos, más de alguna vez le habían dado vino y embriagado para tomarse la poca plata de su venta diaria, de modo que rápidamente se escabulló hacia calle Los Carreras. Tenía presente los que le dijera Don Carlos sobre el vino: “Los gatos, los perros, los chanchos no toman vino. ¿Por qué tengo que tomar si se me va al cerebro y me hace sentir mal?”

Al dar la vuelta la esquina, un olor contrajo su estómago, al fondo de la calle un aroma a pan recién horneado salía desde la Panadería “El Sol”. Nada más bueno que las marraquetas crujientes y calientes con un buen trozo de cecina. A la vuelta, pensó el “Iván”, mientras pasaba frente al negocio pleno de luces y clientes que hacían las últimas compras del día. De pronto, el alumbrado público borró todas las tinieblas de las calles.

Y ahí estaba la calle de La Bombilla. Las luces reflejaban los pequeños espejos que eran las pozas de agua dejadas por la lluvia. Ya se internaba por la callejuela, cuando escuchó un grito a sus espaldas:

- Oye, el del saco ¿Vendes tu carbón?

El “Iván” se volvió y reconoció a un cliente.

- Claro patroncita, lo vendo.

- ¿El mismo precio del otro día?

- Si, 20 Escudos patroncita- Respondió el “Iván”.

- Bien, vamos a mi casa- afirmó la mujer y comenzaron a caminar juntos por la Bombilla. Como la calleja era estrecha y poco iluminada, el “Iván” se fue detrás de la mujer y midiendo sus pasos, porque la mujer era algo rechoncha y caminaba a pasos cortos y lentos evitando salpicar con barro sus zapatos.

Al llegar al final de la calle, la mujer torció hacia Montt, por la calle donde estaba el Cuartel de Investigaciones, al lado de la cárcel. La mujer se detuvo frente a una casa de madera pintada de azul, igual a varias otras, a mitad de la cuadra. Golpeó repetidas veces la puerta hasta que abrió una mujer joven, como de la edad del “Iván”, bonita de cara.

- Deja que pase a la cocina con el carboncillo- ordenó la señora.

El “Iván” ya conocía el camino y se dirigió por un largo pasillo hasta el fondo de la casa donde estaba la carbonera. Abrió la “perra” y volcó su contenido.

- Está bueno tu carboncillo- le dijo la señora.

La cocina estaba tibia por el calor de un moderado fuego donde varias ollas y teteras humeaban lentamente. El olor a comida impregnó sus narices. El “Iván” comenzó a enrollar la bolsa vacía y la colocó en el bolsillo de su chaqueta, en el mismo lugar desde donde la sacara al iniciar su jornada de trabajo en la playa.

- ¿Tienes hambre?- preguntó la mujer.

El “Iván”, sorprendido, asintió con la cabeza.

- Vamos Carmen, sírvele un plato caliente al niño- le dijo a la joven, mientras le indicaba al “Iván” un lugar en la mesa de la cocina.

El “Iván” se sentó y miró las ennegrecidas paredes de la habitación, que con los fuegos oscurecían hasta lo más alto del techo desde donde pendía una solitaria ampolleta, también oscurecida por las actividades de la cocina. Varias repisas contenían tarros cerrados junto a ristras de ajíes, ajos y cebollas. También pudo ver una gallina de vidrio donde había algunos huevos azules y morenos. Al lado del calor de la cocina y apoltronado en una silla, desparramaba toda su gatuna corpulencia un hermoso gato a rayas oscuras, indiferente a todo lo que pasaba en el lugar.

La Carmen, silenciosamente sirvió un plato de cazuela de pescado con un buen trozo de lo que parecía un róbalo, y antes de depositarlo frente al “Iván” aderezó con una porción generosa de “color” que se desparramó hasta los bordes del humeante preparado. Y así, el “Iván” comenzó la tarea de llenar sus ayunantes tripas. La mujer trajo media marraqueta, aún tibia y crujiente, que fue devorada sin muchas ceremonias, al igual que toda la cazuela de róbalo, que al final era eso, dejando nada más que espinas.

- Gracias- alcanzó a decir confuso el “Iván” mientras se levantaba de la mesa y miraba de reojo a las mujeres.

La mujer mayor lo acompañó hasta la puerta. Al despedirse le pagó lo acordado, diciendo:

- No nos olvides la próxima semana.

El “Iván” caminó hacia la esquina de Montt, mientras aspiraba a pleno pulmón el aire de la tranquila calle. Una finísima llovizna se empezaba a apoderar del ambiente, la sentía fresca sobre su cara, pero su cuerpo no sentía frío ya que los efectos de la comida caliente aún obraban sobre toda su humanidad. Quiso caminar despreocupadamente, pero un pensamiento le fue girando en su cabeza. Hacía unos días habían ido a la playa unos caballeros de la Carbonífera que les dijeron que el carbón ahora era de todos los chilenos y que el Gobierno de la Unidad Popular había nacionalizado las minas, y que para seguir trabajando debían unirse todos en un sindicato para transformarse en “recuperadores del carbón” y que le iban a pagar 1.500 pesos por la perra, menos precio que el que conseguía por su cuenta, además le iban a pagar cada veinte días y no a diario como era su costumbre. ¿Cómo lo iba a hacer para seguir viviendo? Por otro lado, pensaba. ¿Si el carbón lo botaban al mar, porqué no podía ser suyo? No lograba entender esa orden del compañero Salvador Allende y los demás “chinchorreros” tampoco creían en eso del sindicato y entregar el carbón a menos precio. Algo estaba mal y todos lo tratarían en una reunión en esos días.

Al voltear Montt, la atmósfera estaba repleta de humos de los hogares cuyas chimeneas lanzaban los densos y acres gases de la combustión del carbón, algunas con notas de pretéritas biologías marinas siempre acompañantes del carbón de los chinchorreros, los mineros del mar, y eso era el “Iván”: Un minero del mar, ahora con un gran dilema.

Por algún lado del vecindario destilaba una canción naciente de una imperceptible radio. Bajo el silencio de la fina “garúa”, sin que pudiera identificar el tema, el “Iván” escuchaba una pegajosa melodía cantada por Los Amerindios:

Yo me llamo Juan Verdejo

En lo tirilludo y viejo

Me los gano de un tirón.

Y en los tiempos de elecciones

De candidatos guatones,

Yo soy la preocupación…

Corría mayo del año 1971.


Glosario:

Chinchorro: Chinguillo de pesca adaptado para capturar el carbón desechado de las minas y tirado al mar por contener tosca.

Perra: Saco de yute u otro material, de pequeño tamaño, pero lo suficientemente maniobrable para ser llevado a la venta conteniendo carboncillo de mar. Fue la unidad de medida de venta doméstica por los chinchorreros.

Garúa: Llovizna muy fina acompañada de niebla.

Tirilludo: Persona que viste ropas muy ajadas, sinónimo de “roto”.

Roto: Término acuñado durante La Colonia en el Virreinato del Perú, para definir a los chilenos debido a sus constantes necesidades de vestuario en buen estado, dadas por la guerra, catástrofes naturales: inundaciones, terremotos e incendios y su alejamiento de los centros de consumo.

Huiro: Alga común de las costas de Coronel y Chile. En sus brazos terminales desarrolla unas vesículas fusiformes que le permiten flotar, las que se llaman “huiros” y le dan ese nombre al vegetal marino.

Yute: Fibra vegetal empleada en la fabricación de tejidos bastos y sacos. Hasta la masificación de los sacos de polipropileno, el yute y cáñamo eran los materiales con los que se fabricaban los sacos.

Aldana: Apellido de un desaparecido personaje que mantuvo cocinería en Coronel.

Don Carlos: Referencia a Don Carlos Hollander, artesano y marino alemán fabricante de barcos en botellas, pionero de ese género en Coronel. Vivió en la calle de La Bombilla.